29 diciembre 1976
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Ilustración G. Guinea |
El esnobismo absolutamente enfermizo, descarado o irrespetuoso que padecemos, está llegando a niveles tan altos de desconsideración que me parece obligado romper lanzas por muchas de las cosas, talantes y valores, que vienen sistemáticamente atacándose tan sólo porque la postura destructora se ha puesto de moda. El despreciar el pasado, en todas sus manifestaciones, es algo tan repetidamente mantenido que ya me va pareciendo pesada la broma. Nada resiste, ni frena, las ansias críticas y mal intencionadas de un sin número de supercabezas que piensan que sólo ellas, o sus congéneres contemporáneos, descubren por primera vez la vida y tienen la verdad absoluta entre sus manos. Nada ni nadie de cincuenta años atrás de sus momentáneas existencias merece para ellas la pena. Como si, hasta ahora, la humanidad hubiese estado tan sólo ensayando el gran problema de la existencia, habiendo tocado a estas generaciones presentes la única y auténtica representación.
Es triste ver la osadía de la ignorancia, porque ignorantes son, y no sabios. Desprecian la magistratura de la historia a pesar de que esta, por muy extractada que se enseñe, muestra desde hace ya milenios, ejemplares humanos, pensamientos y filosofías que, desgraciadamente, no creo que hayan sido superadas por la pobre corriente intelectual de nuestros días.
No desconozco ni niego, porque ello mismo forma parte de la marcha incontenible de la historia, que tiempos nuevos exigen presupuestos nuevos, y que cada época tiene una atalaya de contemplación que no puede ser la misma que utilizaron anteriores generaciones. Pensar lo contrario, sería como querer anclar el barco hasta que se pudriesen sus amarras, dejándole casi a merced de los elementos. Pero una cosa es mirar hacia delante, llevando en el macuto provisiones para las nuevas empresas, pero prolongando el camino que otros ya habían costosamente iniciado, y otra –que es la que censuro- es despreciar irracionalmente las experiencias adquiridas por quienes nos precedieron. La humanidad, como la tierra y el Universo, no es una creación repentina, no es un número que surge “ab initio” por la voluntad caprichosa de un acaso o de una suerte, sino que es una suma fija de una serie de sumandos que no es posible desconocer. Todas las experiencias, todas las vivencias, por muy lejanas que se nos aparezcan, por muy distintas que las veamos a nuestros criterios, forman el resultado que hoy nos es dado y que es preciso continuar engrosando con las nuestras. Querer hacer de éstas el comienzo de una carrera y de unas deducciones, haciendo “tabula rasa” de las que ya tenemos juzgadas y patentes, es una grave equivocación que nace de la inconsciencia y del orgullo. Sería algo así como si el ciego, valorando más su instinto que la vista de su lazarillo, se lanzase a caminar por las calles de una ciudad desconocida.
Y ciudad desconocida, negra y en sombras, es siempre la vida que cada ser tiene por delante, si no la ilumina con la luz con que vieron la suya otros seres ya desaparecidos. Esta entrega de la antorcha –de la cultura, del arte y en general del pensamiento- que la experiencia ofrece, sería insensato despreciarla.
Y despreciar es olvidar o desconocer aquello que mentes y sensibilidades privilegiadas nos legaron. Despreciar es rebajar los méritos y las claridades de quienes pasaron su vida estudiando al hombre, sus misterios, sus penas y sus debilidades. Despreciar es, aún sin haberlas jamás leído, o leyéndolos sólo superficialmente, menospreciar las creaciones literarias que el tiempo, con su criba fría y purificadora, va instituyendo como luminarias orientadoras.
Ahora es corriente sepultar con el olvido, cuando no con mordaz desprecio, a autores o artistas que han creado direcciones nuevas o muy personales en filosofías, sentimientos o estética, y que, de una manera o de otra, han logrado despertar a otros hombres sensaciones anticipadas. Se critica a escritores como Azorín, Unamuno, Miró, de las generaciones pasadas más próximas, aludiendo sensiblerías, excesivos intelectualismos, o lirismos trasnochados. Y, desde luego, se silencia, como si jamás hubiesen existido, espíritus como los de Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Cervantes, Quevedo. Ahora sirven tres o cuatro nombres de autores actuales que se transmiten de boca a boca, más por inercia de moda que por auténtico conocimiento, y a ser posible con nombres extranjeros. Nos lo señalan como auténticos genios para norte y guía de una sociedad en decadencia.
Pero el esnobismo no comprende que, por propia naturaleza, él es un ave de paso, intrascendente y momentáneo, que será barrido por esa escoba justiciera e implacable del tiempo. Que el nuevo año nos traiga –entre otras cosas- un poco más de humildad y de respeto hacia quienes nos precedieron. Así sea.
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