De nuevo sobre la autonomía cántabra

02 marzo 1977


Ilustración G. Guinea
  En el reciente planteamiento de regionalización, que con tanto apasionamiento viene estos días interesando a la prensa montañesa –y digo a la prensa, porque no sé hasta qué punto el pueblo (este ente divino y abstracto) se preocupa por ello- creo que debo yo también echar mi cuarto a espadas, ya que –aunque ello pueda parecer materia sólo política- no puede negarse que enraíza de una manera definitiva en el meollo histórico que ha ido modelando a los distintos grupos humanos. Pretender establecer opciones decisorias tan sólo apoyándose en el presente y en sus apremiantes realidades económicas pienso que es la manera más inocente de mirar el paisaje desde un solo mirador turístico. Los pueblos no son lo que son, sino a través de lo que han ido siendo o, lo que es lo mismo, la vida, en general, no se mide por el análisis de un instante, sino por todos aquellos antecedentes, desde el nacimiento de un ser, que han contribuido a lograr que ese instante se produzca. Si yo pretendiese, en un momento de mi existencia, actuar –por mimetismo o por ambición- de la misma manera que otro lo hizo para conseguir un gran éxito, es seguro que yo fracasaría de la manera más estrepitosa. Y en esto de la regionalización, parece que, de repente, nos ha entrado una especie de picor viendo la sarna de los otros. Porque, históricamente, la Montaña hace siglos que está ya regionalizada y parece inocente y pueril que ahora –ante el ondear de otras banderas sacadas de repente de las arcas fabricadas no más allá de sus abuelos- pretendamos nosotros estrujarnos los sesos para inventar algo nuevo y espectacularmente llamativo. Y tanto me da pensar, por defecto como por exceso, pues si utilizando la historia nos lanzamos, como algunos pretenden, a remover las cuevas prehistóricas para ver si sacamos un objeto magdaleniense, un bastón de mando paleolítico, que pueda servirnos de emblema, y mostrarlo como símbolo de conexión con nuestras aspiraciones actuales, caeríamos en el ridículo, porque destaparíamos la ignorancia que representa el creer que los montañeses de hoy día tienen algo que ver con los hombres de Altamira o con los cántabros que detuvieron a Roma.

  Para descubrir la esencia diferenciativa del hombre montañés del siglo XX, en relación con los otros grupos humanos que forman la realidad de España, hemos de partir de épocas mucho más próximas que las prehistóricas; será de aquellas que han plasmado nuestra cultura actual, nuestra idiosincrasia, nuestra manera de ser, de sentir o de pensar, las que nos han configurado como un grupo original, unido y similar. Pensando así, y por mucho que, por un prurito de personalidad, intentemos sacar agua de las piedras, los montañeses no tenemos nada diverso o peculiar que no tengan los castellanos, salvo el paisaje. Tenemos la misma historia próxima desde hace más de mil años, hablamos el mismo idioma, disfrutamos de la misma cultura, hemos estado continuamente, durante siglos, intercambiándonos y, para más INRI, Castilla es una creación histórica de la Montaña. De nuestros montes descendieron los primeros pobladores de Palencia o de Burgos, después de la invasión musulmana. De nuestros valles era el conde Nuño Nuñez, que repobló Brañosera, y los monjes y nobles que “escalidaron” las tierras de Soncillo, San Felices, Sedano, etc. En la Montaña pasó su infancia, a lo que parece, el conde Fernán González, verdadero creador de Castilla. Renegar de nuestras propias empresas -empresas que fueron tan trascendentales no sólo para los campos de Castilla, sino para la misma creación de España- es algo que parece demencial, si no tuviese su principal explicación en el desconocimiento integral de nuestra más elemental historia. Naturalmente que tenemos diferencias, a pesar de todo, pero no son más que las que puedan existir entre un palentino y un soriano.

  Lo peor es que, la realidad actual de Santander, aún con los difíciles accesos a la Meseta, vive por, con y para Castilla. Que nos digan si no (la prensa veraz está cansada de decírnoslo todos los años) los comerciantes, hoteleros y demás personas dependientes del turismo quienes son los que llenan sus locales en los meses veraniegos.

  Santander se debe a Castilla, porque es Castilla, lo quiera o no lo quiera, y porque, además –al menos para mí y para muchísimos santanderinos como yo- nos sentimos muy honrados en que lo sea. ¿Puede caber en la cabeza de alguien que podamos formar una región propia que pueda competir con las anfictionías más amplias que ya están creándose? No es cuestión me parece a mí, de votación o no de los montañeses, es cuestión de supervivencia, y, cuando ésta entra en el juego, pensar en urnas para ver si queremos o no suicidarnos resulta no sólo incongruente sino peligroso. ¿Y si ganan los suicidas? ¿Es que también, democráticamente, tenemos que hacernos los demás el haraquiri?(67)

(67) Nota actual: Yo defendí en todo momento la unión de Cantabria a Castilla, en esos meses en que una unión de alcaldes, sin referéndum alguno, y por su sola “virtud”, determinó que podíamos valernos solos. Los castellanos, publicamos unas hojas tituladas Cantabria en Castilla, donde exponíamos nuestras razones para no separarnos, y además, llenamos las hojas de los periódicos de firmas (véasen   )  de los que, como nosotros, pensaban. De nada nos sirvió. Verá el lector que sobre este tema dichoso vuelvo a tratar, en charlas de 25 de mayo de 1977, 3 de agosto de 1977, 21 del mismo mes y año, 10 de mayo de 1978, cuando ya la cosa está prácticamente acabada, con un título significativo: “Que se separen ellos”, que muestra –como el tiempo ha ido evidenciando- que nuestra separación de Castilla fue un fracaso que, tal vez, pueda ser algún día reversible.

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