1 julio 1975
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Ilustración G. Guinea |
Hablaba el otro día del declive de las costumbres populares y hoy, abundando sobre el tema, me gustaría hacer hincapié en algo que, al unísono con aquéllas, ha entrado en el trance de su desaparición: las artes populares o, si quieren, la artesanía. Las razones de su crisis son las mismas que apuntábamos para el folklore, que pueden quedar resumidas en un solo alegato: la arrolladora y destructora civilización moderna. Jamás a lo largo de la historia del hombre, ha habido una época más inflexible con el pasado, y eso aún cuando se presuma de defensa hacia los valores de la cultura. Yo no sé lo que destruyeron los bárbaros en su invasión de Roma, -me imagino que mucho- pero, lo que sí sé, es que su destrucción estaba localizada. Por el contrario ahora la ola de arrasamiento se ha hecho general e incontenible. De nada valen los gritos que nosotros –u otros con nosotros, siempre en minoría- intentamos dar a diestro y siniestro. Los oídos son sordos o están taponados preconcebidamente. Ya hablaremos en el futuro de la indiferencia ante la desaparición casi sistemática de la arquitectura popular: casonas, torres, ruinas venerables. Esto es otro cantar que tiene música propia.
Detengámonos hoy, aunque sólo sea un instante, en la artesanía, esa maravillosa artesanía mantenida por los gremios de plateros, carpinteros, entalladores, ceramistas, zapateros, herreros, fundidores, repujadores, bordadores, tapiceros, etc., que hacían de nuestros pueblos y pequeñas ciudades, un muestrario interesantísimo del arte popular. ¿Qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto vacío como dejaron?, nos preguntaremos remedando a Jorge Manrique.
Azorín disfrutaba todavía estas viejas calles, estrechas, de nuestros burgos, en donde se hacían y exponían los trabajos de estos artesanos de las cosas elementales y funcionales: camas pintadas, sillas de paja, zapatos a la medida, cueros repujados, tapices bordados, todo ello siguiendo y manteniendo las tradiciones más ancestrales, y en donde, por su obra manual, y hecha con tiempo, se ponía el alma y el gusto más particular y sencillo.
Todos, en pocos años, se fueron al olvido y murieron ahogados por el oleaje incontenible de lo hecho en serie. Nadie siguió su maestría, porque ésta se iba con ellos, que, ya viejos, fueron arrastrados a los suburbios de las más inhóspitas ciudades monstruos.
Y hasta en los pueblos desaparecieron los albarqueros, los olleros, los panaderos del horno de leña, los fabricantes de apeos, los carreteros. Todos se los comió un día el afán universal del apiñamiento.
¿Ley irreprimible e infrenable? ¿Ley de vida y de progreso? Tal vez. Pero repito lo de siempre, lo que ya me habéis oído machaconamente, queridos radioyentes ¿Es que lo nuevo ha de ser montado sobre las piedras arrasadas de lo viejo? ¿Es que no es posible compaginar conservación y progreso? Porque si de verdad, de verdad, esto no es posible, el progreso no es tal progreso, aunque lo parezca. Es el engaño mayor de los engaños(17).
(17)Nota actual: Hoy, en cuanto a artesanía popular, poco nos queda que no haya sido eliminado al compás de lo fabricado en serie. Mucho de ello ocupa las vitrinas de conocidos museos etnográficos. Algo perdura como característico de algún pueblo o monasterio de monjas, sob todo en diversos productos de confitería o de bebidas, pero cada día que pasa se van perdiendo oficios en otro tiempo normales. Apenas quedan ya herreros, carpinteros, plateros, etc. Gracias al turismo han proliferado los ceramistas y puede mantenerse algún albarquero, panaderos de hornos de leña, bordadores, etc., pero, en general, el arte propio de estos oficios ha ido desapareciendo con la vida de una generación, la última, que los mantuvo como reliquias de un pasado rural o villano, que no regresará.
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