12 enero 1977
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El pintor campurriano Luis Díez de los Ríos |
La región campurriana, nuestro bello valle del Hijar y del alto Ebro, adelantada de Castilla al mar, como reza el “slogan”, de siempre ha sido cuna de buenos pintores, sobre todo desde que el paisaje vino a entrar, a raíz de la valoración impresionista, en la categoría de los temas nobles del arte. Las grandezas de su geografía, el atractivo misterio de sus bosques, los limpios reflejos de sus ríos o las tenues veladuras de sus nieblas, tentaron desde hace años la emoción de sus artistas. Como cumbre de todos ellos, muy en alto, se sitúa la atormentada figura de Casimiro Saínz, pintor excelso, de primerísima categoría, a quien la mente y la muerte jugaron una mala pasada y cortaron un porvenir de grandes obras que hoy hubiesen sido el asombro de la historia del paisaje montañés. Aún así, en su corta vida, Casimiro nos dejó piezas maestras que señalan el valor de técnica y de creación del eximio artista. Recordemos sólo, y como ejemplo, su famoso lienzo del “Nacimiento del Ebro”, hoy en la Diputación santanderina, que estimo como uno de los instantes naturales mejor captados por el pincel del hombre. Discípulo de él, Salces, natural del pequeño pueblo de Suano, ha alcanzado estos últimos años una cotización muy respetable y significó, sin duda, el verdadero recreador de los distintos momentos del paisaje campurriano. Recuerdo también, porque la conocí muy de cerca, a María Hoyos, especialista en ambientes sombríos, de niebla baja, en las tardes en que los verdes de los prados se suavizan y apagan en tonalidades suaves y casi tenebrosas. Todos ellos, y otros más, muy dignamente representativos de la pintura de Campoo, pasaron ya, y viven en el mundo tan sólo del recuerdo y de la alabanza.
Pero la escuela pictórica campurriana ,sigue actualmente con figuras ya consagradas o por consagrar que, con las distintas corrientes a que la modernidad obliga, han sabido mantener el valor de la pintura montañesa.
Recordemos, como muestra, al joven Celestino Cuevas, pintor de casta, colorista indiscutible, de gran originalidad, y dueño de calidades magistrales, que será, si quiere, porque muy bien puede serlo, uno de los artistas más admirados en el panorama nacional. De él me ocuparé –o nos ocuparemos en esta emisión- cualquier día y más detenidamente.
Hoy quiero concluir mi corto espacio, deteniéndome en otro pintor campurriano que expone estos días en su villa natal, Reinosa, una mínima parte de su larga producción, con éxito y con realce. Luis Díez de los Ríos ha dedicado innumerables horas de su vida al apartamiento silencioso y solitario de hacer pintura. No por amigo y casi pariente, sino por justicia a su inconmovible vocación, sentida con toda la fuerza de un enamorado del mundo y de la naturaleza, debo y quiero hacer un elogio a quien ha sentido, como nadie, el impulso acometedor del arte. Y que, con el desprendimiento y la hidalguía del arte puro, vende sus cuadros, única y exclusivamente, para un destino tan humano como es el de ayudar a la residencia de ancianos de su pueblo.
Su pintura la conozco desde hace mucho, casi desde que empezó sus primeros ensayos, recorriendo los verdes blanquecinos de la cuenca del Sapo, allá arriba, en el alto mismo de las cumbres. Su técnica es rápida, su color es valiente y hasta duro. Existen en él todas las gamas de verdes, azules casi negros, violetas, anaranjados casi levantinos. Es un exaltador del color, al que doblega sin ningún temor, y un fervoroso entusiasta de la pincelada instintiva.
Sus paisajes son verdaderos golpes de entusiasmo, y sus estudios de aves o de peces un continuo trabajo de superación. Silenciosamente, sin alharacas, ha laborado año tras años, con la casi exclusiva presencia de su autoenjuiciamiento. Pero su pintura merece una proyección mayor, y un salirse de los muros de su propio estudio. Esperamos de Luis Díez de los Ríos que, aunque sea con el mismo desinteresado fin con que expone en Reinosa, nos traiga una muestra de su quehacer continuado aquí, a Santander, pues las emociones –tantas emociones- que él ha captado en esos rincones que todos amamos, bien deben de mostrarse en la capital para enseñarnos a los que apenas podemos disfrutar del agresivo paisaje de los montes, en su pura emoción, de aquellos lugares apartados y discretos, un poco –aunque sea en nostalgia- de todo lo que nuestros ojos están perdiendo de ver.
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